Reportajes

domingo, 6 de marzo de 2011

ZAPATOS


Cuando viajo en metro, para entretenerme, en el largo trayecto que suelo recorrer, practico el hábito de observar. Si viajo en hora “valle” y puedo ir sentada, me distraigo contemplando a las personas que, como yo, de pié o sentadas, se trasladan de un lugar a otro. La línea que yo utilizo con más frecuencia se extiende a lo largo de las cinco ciudades de mayor población del sur de la Comunidad de Madrid y da servicio a más de 800.000 habitantes. Tiene 18 estaciones en un recorrido de 41 kilómetros, transborda con la línea que lleva a la ciudad de Madrid, y en seis de sus estaciones con el servicio de Cercanías de Renfe.
Todo esto lo cuento para poner de relieve que viajando en metro he asistido a dos fenómenos: la composición variable de los grupos humanos que entraban en los vagones del metro y a la evolución en la forma de cubrirse los pies de las últimas generaciones.
En cuanto a la composición humana de los usuarios de la red:
Cada vez más heterogénea, se incorporaban los/as latinoamericanos/as, magrebíes, orientales, centroeuropeos/as, mezclados/as con hijos/as y nietos/as de extremeños/as, gallegos/as, andaluces, vestigio vivo, éstos últimos, de las antiguas migraciones de mitad del siglo pasado, desde los lugares más empobrecidos de España a aquellos otros donde se iniciaba la industrialización con los “polos de desarrollo” que darían lugar al fenómeno denominado “desarrollismo español” y que sembró de grandes manchas de chabolismo los alrededores de Madrid. Los nombres míticos: Entrevías, La Celsa, El Pozo…

Frontera entre Vallecas y Entrevías
No contrastaban solamente los colores de la tez, los idiomas en que se manifestaban. También sus hábitos culturales.
Los emigrantes extranjeros solían levantarse para ceder sus asientos a personas de avanzada edad, mujeres embarazas, en algún caso incluso a mí misma. Yo lo agradecía pero rehusaba la oferta.
Los hijos de los en otro tiempo inmigrantes españoles, permanecían sentados en sus bancos, algunas veces medio tumbados con actitud indolente, cuando no entorpeciendo el paso debido a esa forma de sentarse. No se percataban de que a su lado viajaba alguien que podría ser su abuelo o su madre…
Alguna vez pensé que, en este país nuestro en el que se vivía una etapa de “nuevos ricos”, algo se nos había perdido por el camino, cuando una persona de 19 años no se daba cuenta de que un anciano, a su lado, oscilaba entre el bastón y la barra metálica a la que se agarraba.
Entre los cambios que contemplé en los vagones de metro, están las modas a la hora de taparnos los pies. En los pies más jóvenes los zapatos de cordones fueron sustituidos por las zapatillas deportivas.

En el resto de pies seguían manteniendose los zapatos que hay que lustrar para que duren más. Eso sí, cada vez de menor calidad. Se notó la caída de la producción  nacional de zapatos que generaba puestos de trabajo en el Levante español y la aparición de los zapatos de producción china que invadían los mercadillos.
Suponía un reto  mirar primero los pies y tratar de adivinar después a qué tipo de persona pertenecían.

Ciertamente, con las zapatillas deportivas no era difícil.
Con los zapatos el test era más amplio. Sucios, limpios, lustrados y brillantes, rozados y sin color en las punteras.
Y así, surgió la pregunta: ¿Quién limpia, lustra y saca brillo a esos zapatos? Tratar de acertar con la respuesta es ardua tarea.  La información que tengo acude en mi ayuda.


El fenómeno comienza, como casi todo, en la infancia. Sin planificar el reparto del trabajo, se asume esa tarea, en un porcentaje altísimo, por parte de las mujeres de la casa. Y entonces esa tarea se convierte en un hecho tan natural como un fenómeno meteorológico, que se repite a lo largo de toda una vida.

Mi vecina María tiene 75 años. A pesar de su edad, María no se ha jubilado aún. Corren a su cargo gran parte de las tareas que ha desempeñado toda su vida al volver de la frutería en la que trabajó hasta los 65. Ella hace la compra, la comida, limpia la casa, lava y plancha la ropa que se ponen ella y su marido.

Cuando les veía tenía que reprimir la pregunta, pero un día, a solas con ella, me atreví a indagar.
.- “María, qué bien limpia sus zapatos tu Antonio, eh” – le dije.
.- “No, hija, si espero a que lo haga él, pasarían años antes de que cogiese el betún para limpiarlos – respondió.

Ese pequeño intercambio de palabras encierra toda una  reseña sociológica.

El siguiente entretenimiento consistió en hacer cálculos:
¿Cuántos pares de zapatos diferentes habrá limpiado mi vecina María?
¿Cuántas veces habrá limpiado zapatos a lo largo de su vida?
Tuve que echar la cuenta: 2 hermanos menores, tres hijos, un marido, los suyos…


¿Tendrá que ver esa cifra descomunal con la cultura de la desigualdad?

 Cuando veáis a alguien que lleva limpios sus zapatos ¿os haréis alguna pregunta?

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